Cortylandia

Llevar a los hijos a aburrirse a Cortylandia es una de esas tradiciones sin las que la Navidad carecería de sentido en la capital. Para muchos es la forma que tenemos de vengarnos en nuestros hijos por las veces que nos llevaron nuestros padres. Ahora bien, que Cortylandia sea tan divertido como un parto resulta igual de cierto que el hecho de que, para la generación que nacimos en la Transición, aquel espectáculo mecánico y musical constituye un peregrinaje ineludible, que solo los descastados o carentes de progenie osan eludir. La Transición nos trajo la democracia, «la Movida» y las jeringuillas, pero también Cortylandia. Ahora que las jeringuillas parece que vuelven y que a la Nueva Ola sólo la critican los pelmas de siempre, llega la pandemia y nos deja sin Cortylandia. Otro clavo en el ataúd de la Transición.

En diciembre de 1979, Ramón Areces se trajo un trozo de selva africana y una locomotora del Parque de Atracciones para montar por primera vez este retablo navideño, con el que pretendía publicitar la ampliación de El Corte Inglés de Preciados. Desde entonces, Cortylandia se ha programado sin falta durante 41 años, hasta llegar a este inefable 2020 en el que, por primera vez y por razones de seguridad, madrileños y madrileñófilos –que aún haylos, pese a las maledicencias– dejarán de congregarse frente al montaje de la calle del Maestro Victoria con el abnegado propósito de aguantar esa eterna melodía, implacable cual gota malaya.

Porque esa es otra. La letra –“Cortylandia, Cortylandia, vamos todos a cantar, alegría en estas fiestas porque ya es navidad”–, esa misma letra que ahora mismo acabáis de leer entonándola, se te mete en las meninges como si fuera el 5G de Miguel Bosé y no te abandona ya en lo que resta de Fiestas.

En un tiempo en el que triunfan las superproducciones audiovisuales navideñas, y en que los alcaldes pugnan por ver quién tiene más luces, Cortylandia se mantenía como un reducto anacrónico y entrañable, pese a la emoción perfectamente descriptible que embargaba a todo el que no fuera un boomer, quienes este diciembre nos quedaremos un poco como si se hubiera vuelto a perder Chencho.

Claro que el crío apareció, y del mismo modo yo apuesto a que el próximo año Cortylandia volverá más estridente si cabe. Allí estaremos, defendiendo “la alegría en estas fiestas” y, sobre todo, el derecho a aburrirnos como marcan las tradiciones. 

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