A comienzos de los 90, una nueva ordenanza municipal sobre escaleras de incendios había obligado a las Torres Colón a modificar su apariencia y coronarse con un inquietante remate art decó, que rápidamente la mala leche popular bautizó como “el enchufe”. La polémica fue tal que, en una recepción, un diplomático trató de consolar al arquitecto Antonio Lamela sobre la clavija de la discordia: «Cuánto lamento lo que le han hecho a sus torres». El arquitecto espetó entonces a su interlocutor: «¡Pero si lo he hecho yo!».
La relación de las Torres Colón con los madrileños ha sido, por decirlo usando su propia estructura, tirante. A poco de iniciarse la construcción del que sería un hito arquitectónico –una de las primeras edificaciones con estructura completamente suspendida, gracias a los cálculos del ingeniero Javier Manterola–, el entonces alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro, ordenó su paralización y derribo por superar en nueve metros la altura permitida. Ello ocasionó que durante dos años lo único que los viandantes vieran de las torres fueran dos especies de pilares esbeltos cual cerillas, coronados por dos plataformas peladas, que dieron pie a todo tipo de especulaciones. Como la de aquel taxista que señaló a su cliente que la causa de la parálisis era el internamiento del arquitecto responsable en un manicomio, con lo que nadie sabía cómo acabarlas. El cliente de aquel taxista era Amador Lamela, codirector de la obra y hermano del arquitecto.
Más tarde llegaría la compra del edificio por parte del hombre del momento, José María Ruiz-Mateos, que se dio el gusto de llamarlas Torres Jerez, que es precisamente como no las llamó nunca nadie.
Ahora parece que la próxima reforma, si la Comisión de Patrimonio no lo remedia, extirpará el célebre “enchufe”, tan criticado durante todos estos años –«el enchufe no nos gustaba a los madrileños», ha declarado el alcalde–. Y ¡voilá! Los madrileños ya han comenzado a sentir nostalgia por el denostado “enchufe”, que será sustituido por un tercer cuerpo que unirá ambas torres por la cara norte y rematado por sendos cubos de cuatro plantas cada uno, ubicados sobre los núcleos superiores. Y que –imagino– algún madrileño coñón podría calificar de “transformadores” o algo así.
Y que serán convenientemente odiados, claro.
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