Eran una pareja de guapos. Podrían haber salido perfectamente como extras en esas películas de los high school americanos, pero tenían que conformarse con ser los famosos de un instituto público en un barrio madrileño de los años 90. Todos los días, al salir de clase, bajaban la calle acaramelados, sin despegarse, y se cruzaban con nuestra pandilla, que invariablemente andaba jugando al baloncesto. Lo suyo era una adolescencia rijosa, lúbrica; nosotros, más pequeños, comenzábamos a pisar todos los charcos de la edad del pavo y de una preadolescencia más ingenua y más cruel. Nos daban envidia y grima a la vez: ni con un manual de instrucciones hubiéramos sabido cómo pasar el tiempo con una chica, menos aún con la misma todos los días.
Eran el permanente objeto de atención de su grupo de amigos, pero jamás se separaban uno del otro. Nunca les vi a cada uno por su lado. Al final de la cuesta del instituto, antes de separar sus caminos, se daban un lote soft que a nosotros nos parecía casi obsceno. El más perverso de nosotros –el que ponía oficialmente los motes–, les bautizó como los The Folleitor, ignoro por qué, aunque barrunto que la explicación está en que por aquella época se habría estrenado alguna secuela de la saga Terminator –la segunda, probablemente–. Y con The Folleitor se quedaron, pese a que jamás supieron que los llamábamos así. Creo.
Luego pasó el tiempo, a todos nos fue llegando el turno del acaramelamiento y los lotes, y les perdí bastante la pista. No del todo: supe que se casaron, tuvieron algún hijo y se quedaron a vivir en el barrio. Decía Homer Simpson que “el amor es lo que pasa entre un hombre y una mujer antes de casarse”, pero ellos también refutaron al cáustico padre de Bart.
Hoy, muchos años después, todavía los veo por el barrio, siempre juntos, yendo a comprar al súper, tomando un aperitivo o paseando al perro. Hace ya tiempo que perdieron el aura de chicos it de su juventud, y parte de la belleza y también –él– parte del pelo; ella lleva una manga de compresión en el brazo que revela alguna secuela de una difícil enfermedad hoy felizmente superada. Pienso en los obstáculos que habrán superado, pues de esos nadie está exento. Pero ahí siguen. Agarrados, como en el instituto. Como toda la vida.
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