El antiguo Grupo Escolar Joaquín Sorolla, 90 años de historia educativa de España

La parcela alberga hoy, separados, la Facultad de Documentación de la UCM y el colegio Rufino Blanco


La Facultad de Documentación de la Universidad Complutense de Madrid y el Colegio Público Rufino Blanco se reparten hoy los cuatro pabellones de un complejo educativo cercado por las calles de José Abascal, General Álvarez de Castro y Santísima Trinidad, y que acaba de cumplir 90 años de historia. Una historia que arrancó a principios de los años 30, con la expropiación de una parcela junto a la desaparecida calle de Buenos Aires, en un tramo que aún no conectaba José Abascal con Cea Bermúdez, y donde se construiría el llamado Grupo Escolar Joaquín Sorolla, como homenaje al ilustre vecino del barrio.

Chamberí era entonces un barrio obrero e industrial –con fábricas en la zona como Bonaplata o Hutchinson–, donde casi toda la formación escolar era privada y perteneciente a órdenes religiosas. En 1918 se había inaugurado junto a Cuatro Caminos el Colegio Cervantes, y en los sucesivos años la dictadura de Primo de Rivera abrirían otros centros de grandes dimensiones, como el Jaime Vera.

Con la llegada de la República se llevó a cabo la construcción de más centros docentes, todos ellos con una arquitectura similar y reconocible, como el Calvo Sotelo o el Amador de los Ríos, debido a que los colegios “se inspiraron en el ideario de la Institución Libre de Enseñanza, y a que los dos arquitectos que los llevaron a cabo, Bernardo Giner de los Ríos y Antonio Flórez Urdapilleta, eran institucionalistas, y trasladaron sus principios higienistas a estas arquitecturas”, explica José Luis Gonzalo Sánchez-Molero, profesor de Literatura Hispánica y Bibliografía y ex decano de la Facultad de Documentación.

Desde 1920 Flórez era además director de la Oficina de Construcciones Escolares, por lo que toda la normativa estaba inspirada en los principios de la ILE, mientras que Giner había asumido a finales de esa década la dirección de la sección de construcciones escolares del Ayuntamiento.

Inauguración a medias

El 14 de abril de 1933 se inauguraba el Grupo Escolar Joaquín Sorolla en un acto simultáneo donde se estrenarían varios centros más, “aunque el edificio no estaba terminado del todo, faltaban muchas cosas”, explica Gonzalo. Entre ellas, el cuarto pabellón –el recinto está dividido en cuatro edificios, dos pertenecientes a la Facultad, y otros dos al colegio–, ya que se ubicaba en un solar aún pendiente de expropiación.

Los tres que sí se levantaron se destinaron a niños (A), niñas (B) y un tercero para biblioteca y servicios comunes. En el centro se ubicó una piscina y un edificio semicircular para duchas, en el espacio que hoy ocupa un gimnasio. “La piscina fue famosa, aunque los padres no estaban muy de acuerdo, y tenía mucha profundidad. Tanta, que al final hubo que reducirla”.

“La educación era mixta, pero de aquella manera”, continúa Gonzalo, “con un pabellón para ellas y otro para ellos, y entradas diferentes”. En 1935 se abrió, en la parte de Santísima Trinidad, el dispensario, hoy taller de encuadernación, pegado a la fábrica de caucho Hutchinson, “que estropeaba el conjunto”, añade.

Siguiendo las normas higienistas de la ILE, también se instalaron terrazas en la parte superior –separadas por sexos, y que se techaron en 1942–, para combatir la tuberculosis con baños de sol; además, todas las aulas se orientaban al norte para que la excesiva luz no dañara la vista de los alumnos, y se construyó una galería cubierta en el sur y el comedor en la planta de arriba, para evitar olores. “Estas medidas, que priorizaban el aire, el sol y la luz fueron muy útiles cuando llegó el covid, porque el edificio ya cumplía todas las normas higiénicas y de ventilación cruzada”, explica el ex decano.

La construcción de estos grupos escolares también trajo alguna polémica política, incluso desde la izquierda, que la criticaba porque consideraba que eran edificios muy caros “y que con ese dinero se podrían haber construido muchos más centros, y acelerarse así la educación pública en España: se construyeron 18 pero se podían haber hecho 50”, decían. También por considerar que las actuaciones estaban controladas por los institucionalistas, lo que impedía a otros arquitectos –racionalistas del grupo Gatepac– acceder a esos contratos.

Un año después del estreno el edificio lleva a cabo la primera ampliación, tras expropiarse la parcela que faltaba para hacer el cuarto pabellón, que se dedica a cocina, biblioteca e incorpora un gran salón para veladas y conferencias. De esta ampliación se encarga Flórez, que construye también un pequeño edificio para la dirección, y modifica el pabellón de duchas, haciéndolo más diáfano y grande. En esta época también se instalan probablemente las tres estatuas de José Capuz, amigo y colaborador de Flórez, y cuyas obras también figuran en otros grupos escolares de la época.

Esta ampliación se inauguraría en abril de 1936, por lo que tuvo poco uso debido al estallido de la Guerra Civil, durante la cual el edificio se cedió a la 4ª Brigada Mixta, que lo usó como cocina para el frente de Ciudad Universitaria.

Traslado del colegio

Al acabar la contienda el colegio Sorolla se traslada a la sede de la ILE, en Martínez Campos, y el edificio pasa al ministerio, que trae la escuela de magisterio femenina María Díaz Jiménez y, con ella, dos mil aprendices de maestra –el Sorolla estaba pensado para 900 alumnos–, lo que comportó una ampliación del espacio, además de una considerable reforma interna.

De la rehabilitación se encarga el arquitecto Francisco Navarro Borrás, que decidió unir dos de los edificios –originalmente los cuatro eran independientes– con un pabellón central, para lo que tuvo que recolocar las pérgolas de entrada, quedando un acceso más palaciego. “Lo hizo tan bien, usando los mismos materiales, que apenas se nota”, señala José Luis Gonzalo.

La escuela femenina permanecería hasta 1962 –hoy, continúa en Islas Filipinas–, cuando destinan el recinto a la escuela de magisterio Pablo Montesinos, con una nueva reforma de Navarro Borrás, que levantó una tercera planta en la ampliación central para unir los dos pabellones, cuyas terrazas se cierran para ganar más espacio.

A partir de los 70 el edificio fue escuela de formación del profesorado, pasando a depender de la Universidad Complutense –mientras los dos pabellones del oeste serían ya para el colegio Rufino Blanco–, y en 1995 se cede para la escuela universitaria de Biblioteconomía y Documentación, hasta que en 2006 pasará ya a ser Facultad de Ciencias de la Documentación.

En las últimas dos décadas se han llevado a cabo varias reformas. Una de las últimas, realizadas en la etapa de Gonzalo Sánchez-Molero como decano, fue abrir un aula histórica en el antiguo pabellón de niñas, con las ventanas originales reconvertidas en vitrinas, que recuerdan las tres etapas del edificio, y donde hoy dan clase los universitarios de primero del grado.

“Mantenemos la historia del edificio, pero los pupitres no son los del 33 sino que tienen mesas tecnificadas, pantallas modernas y grabación en streaming”, explica Gonzalo, gran conocedor de un edificio que atesora la historia educativa del último siglo en España y que, hasta el 17 de julio, alberga una interesante exposición con materiales gráficos y documentales que narran la trayectoria del inmueble.


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