Araceli, la entrañable Araceli, se había convertido en el símbolo de esperanza. Acababa el año y todas las ilusiones se sustanciaban en ese pinchazo que recibía delante de las cámaras y que la nonagenaria agradecía a Dios, por más que la expresión molestase a los más pelmas. Tras diez meses de terror, la llegada de la vacuna contra la covid marcaba “la luz al final del túnel”, el “principio del fin” y la cura de “todas las brujerías del brujito de Gulubú”, aquella letra de María Elena Walsh que interpretara Luis Aguilé y también Rosa León mientras agarraba del cuello a Pepe Carabias.
Aquella canción quizá fuera el azúcar con la que los de nuestra generación tragábamos la píldora de la vacuna, por más que yo corriera a esconderme debajo de la cama en cuanto el practicante llamaba al timbre, y de ahí no me sacaban. Cuando, años después, se las he tenido que poner a mis hijos, hubiera vuelto a meterme bajo el catre por no verlo, por el pinchazo a traición, claro, no porque sea yo de ese 30% escaso de últimos recelosos con la fórmula.
Volviendo al principio, esto es, a finales de 2020, se sabe ahora que tras un puñado de Aracelis con sus correspondientes fotografías inmortalizables, la campaña de vacunación se ha gripado al poco de comenzar, y que al brujito del Gulubú le han salido aliados en los retrasos, la incompetencia administrativa, los problemas logísticos y –pásmense– las vacaciones navideñas. Y eso que el Ministerio de Sanidad eligió un domingo para comenzar a vacunar, ya no sabemos si para constatar que la maquinaria no se pararía ni ante los festivos o, más bien –y a la vista de los resultados–, por evitar el sarcasmo que hubiera resultado arrancar el Día de los Inocentes.
En la primera semana apenas se pusieron un cuarto de todas las vacunas repartidas en España, con datos tan descorazonadores como ese 6% de las recibidas en Madrid. Otra vez la improvisación y el lanzamiento de culpas entre las administraciones o al empedrado de las circunstancias festivas. Otra vez averiado el cuatrimotor del señor doctor, que obviamente no es Fernando Simón, pero tampoco el ministro Illa, quien, tras ponerle la pegatina a la vacuna para la foto –otro cromo– ya está cogiendo el Ave a Barcelona para hacer naciò en Cataluña. “Ahí queda eso”, le ha faltado decir. Y mientras tanto, la curva de las brujerías, disparada.
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