La chica del 17

Ocurre que este poblachón manchego es acogedor por costumbre y carece de pulsiones identitarias, lo que acaba diluyendo la necesidad de autoafirmarse a través de nuestras tradiciones. Aquí nos apuntamos con el mismo entusiasmo a la Oktberfest que a la Feria de abril, y es igual de madrileño el gato de varias generaciones –verdadera especie en vías de extinción– que el que llega a la Puerta del Sol y se pasa 15 minutos haciéndole fotos al Oso y el Madroño y a La Mariblanca.


De los dos grandes héroes de Mayo, Daoíz era sevillano, y Velarde, cántabro, y ahí al lado estuvo Manuela Malasaña, madrileña, sí, pero hija de un panadero francés. La letra castiza más famosa la compuso un mexicano que ni siquiera había entrado nunca en el Bar de Chicote en la Gran Vía; nuestro chotis también carece del aura de danza patriótica de la sardana o el aurresku, y es, por si no fuera suficiente, un agarrao importado de Europa. Será que, como al resto, le debió de gustar tanto la ciudad que se quedó aquí a disfrutarla. Tampoco discrimina por clases: se dice que fue en una baldosa del Palacio Real donde se bailó por primera vez, y de allí tiró hacia Las Vistillas, que le pillaba a un paso.


Déjense pues de complejos, y en el próximo San Isidro salgan a la Pradera, anúdense el pañuelo y cálense la parpusa ellos, y déjense ellas abrazar por el mantón y coronar por un clavel, como aquellas chulapas de rompe y rasga que anticipaban a la mujer libre e independiente, ya fuera vendiendo nardos por la calle de Alcalá o haciendo rabiar de envidia a la vecindad de la plazuela del Tribulete. Por lo demás, chicas tan empoderadas o más que las que hoy se descoyuntan con el twerking. Pasmaos.



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