Fernández de los Ríos: el revolucionario y ‘quijote’ del urbanismo madrileño cumple 200 años

Abrió El Retiro para todos y dejó una visión utópica del futuro de la ciudad


El pasado 27 de julio se cumplieron 200 años del nacimiento de Ángel Fernández de los Ríos (Madrid, 1821-París, 1880), escritor, periodista, político, urbanista y una de las figuras más interesantes del siglo XIX madrileño, ciudad que le rindió homenaje aun en vida, con una calle en Chamberí que atraviesa los barrios de Arapiles y Gaztambide.

“El más quijotesco de los escritores madrileños” –dice Trapiello– murió en el destierro a los 58 años, pero antes le dio tiempo a participar en varios complots, pronunciamientos y barricadas, pasar por la cárcel y ser diputado, concejal, senador y ministro plenipotenciario en Portugal durante los periodos liberales de las revueltas décadas del XIX; también a fundar siete influyentes periódicos que incluso cambiaron el oficio –fue un pionero de la prensa ilustrada–, dirigir nueve y colaborar en más de 30. Además, fue el primero en editar una selecta colección de libros ilustrados y baratos –‘la Biblioteca Universal’–, en tiradas de muchos ejemplares, que durante casi un siglo “sirvió de lectura a muchas generaciones deseosas de conocer los clásicos y los modernos”.

Sus ideas progresistas inspirarían la puesta en marcha de la Institución Libre de Enseñanza, y tras la Revolución del 68 se le encomendaría la delicada misión diplomática de convencer al rey portugués para que aceptara el trono español, y unificar ambos reinos, como cuenta él mismo en Mi misión en Portugal.

A su regreso a Madrid fue concejal del Ayuntamiento hasta que fracasó la I República y volvió al exilio, donde escribiría su Guía de Madrid (1876). Fueron precisamente sus ideas sobre cómo transformar la Villa, plasmadas tanto en la Guía como en El futuro de Madrid (1868), lo que le convierten en una figura insólita del urbanismo capitalino. Pedro de Répide lo califica como “un revolucionario convencido”, que mezclaba ideas “buenas” e “inaceptables” para transformar la ciudad, pese a que el famoso cronista consideraba que la Guía estaba “plagada de errores históricos”.

De los Ríos reclamaba una ley de expropiación que supondría una incautación masiva, así como el derribo de múltiples iglesias y conventos que impedían el crecimiento de la urbe. Su Madrid se poblaría de grandes bulevares al estilo del de Haussmann, en París, pero para ello habría que repensar la ciudad, sin obviar lo ya existente. Así, consideraba que el Madrid de la segunda mitad del XIX contaba con barrios ya muy asentados en los ensanches, además de demasiado desorden como para crecer “de manera reticular”, tal y como trazaba el coetáneo Plan Castro, y que supondría la urbanización de Salamanca, Chamberí y Argüelles.

Enemigo del ‘Plan Castro’

El futuro de Madrid es un libro utópico e iconoclasta que, de haberse llevado a cabo, habría acabado con buena parte del casco histórico madrileño, empezando por La Latina y el Rastro. Pero es, además, una enmienda “anti Castro”, al que critica el “error” de “cerrar la prolongación natural de las arterias del Madrid actual, dejándolas bruscamente cortadas (…) por multiplicadas manzanas de casas, sin más explicación que el capricho pueril de convertir todo el ensanche en un tablero de damas”. Pese a que el proyecto de Castro no se realizó más que en una mínima parte, ese “dar gusto a la regla y el tiralíneas” constituía el principal error del plan, según De los Ríos.

De ahí que su propuesta buscara “un punto medio” entre “la escandalosa anarquía que se ha permitido en Chamberí” y “la absurda regularidad que se quiere imponer” en el proyecto de Castro. Tampoco coincidía con las reformas tímidas que planteaba su coetáneo y buen amigo Mesonero Romanos, a quien no obstante consideraba el mejor historiador de la ciudad.  

Sabedor de que el futuro de la ciudad dependía del ensanche, se empeñó en derribar la cerca que databa de tiempos de Felipe IV –algo a lo que se negaba Mesonero–, pero no para cambiarla por los otros “muros” que establecía Castro. Apostaba por mantener la configuración radial de la Villa, prolongando los ejes y armonizándolos, no agregando “barrios independientes”. Para ello resultaba imprescindible mejorar la movilidad con medios modernos de locomoción, como el ómnibus, o trenes de cercanías y circunvalación, y unir puntos lejanos con avenidas que pusieran “al alcance de todo el mundo trasladarse sin necesidad de carruaje”. De hecho, los primeros tranvías de tracción de mulas –los célebres ferrocarriles “de sangre”– se inauguraron en mayo de 1871, gracias a él.

Al urbanista liberal le preocupaba descongestionar el centro y convertir Madrid en una ciudad polifocal, con zonas que compitieran con la Puerta del Sol como punto de confluencia, algo que se conseguiría trasladando la sede de instituciones y oficinas a los barrios nuevos. Esta idea descentralizadora iba unida a la eliminación de “calles estrechas, tortuosas y apenas empedradas” y edificios con nula alineación, que le recordaban a “un regimiento de reclutas, que siempre se está moviendo sin nunca acertar a entrar en línea”. Su sueño era un Madrid de calles anchas y rectas, con parques integrados en las áreas urbanas y plazas y avenidas de dobles hileras de árboles, como proyectó en Chamberí.

El Retiro, la Plaza de la Independencia y el Viaducto

Aunque resultan más audaces los proyectos que no se llegaron a plasmar, De los Ríos consiguió algunos logros de los que aún disfrutan los madrileños, comenzando por El Retiro. Patrimonio Mundial de la Unesco desde hace unas semanas, el Parque de El Retiro dejó de ser propiedad de la realeza para ser patrimonio de todos los madrileños gracias a él, que como concejal lo abrió por primera vez al disfrute completo, libre y gratuito del pueblo de Madrid.

En 1868, con el triunfo de ‘La Gloriosa’, escribió varios artículos sobre las urgentes reformas urbanísticas que deparaban al Madrid del futuro para convertirse en una capital “digna de España”. Los proyectos fueron reunidos por el Ayuntamiento en un volumen, y el alcalde, Nicolás María Rivero, le nombró concejal de obras, si bien su gestión fue breve. Entre sus éxitos, cabe destacar la construcción del Viaducto y de la Plaza de la Independencia, si bien en esta se redujo sensiblemente el diseño proyectado por De los Ríos, eliminando las perspectivas y reduciendo sus dimensiones.

En realidad, se le deben más derribos que construcciones, entre ellas la de las tapias de la cerca, además de desmontes, nivelación de rasantes, y aperturas de plazas en antiguos conventos, a los que por su vertiente anticlerical tenía escaso aprecio. Otro de sus proyectos irrealizados pasaba por demoler el Convento de las Descalzas para edificar un mercado central de abastos, al que llegaría la mercancía por un tren subterráneo antecedente del Metro.

De su idea de prolongar Bailén hacia el norte queda como única realidad la construcción del Viaducto, que une el Palacio Real con San Francisco el Grande –su idea era convertir este templo en Panteón Nacional de hombres ilustres–. Desde ahí la vía debía ampliarse en línea recta, hasta lo que es hoy la Plaza de España y parte del barrio de Argüelles, y acabar en un parque de estilo inglés, donde pensaba instalar la primera exposición peninsular y ultramarina. El viaducto se inauguró en 1874, dos meses antes de que llegara la Restauración, y a la vez que solucionó un problema de desnivel histórico regaló a la ciudad una vistosa panorámica.

Una gran plaza para Chamberí

Sus proyectos para crear nuevas plazas por toda la ciudad y transformar algunas existentes fueron numerosos, si bien solo llegó a materializarse –y a medias– el citado de la Independencia. Una de las más emblemáticas sería la Plaza de Europa, que se instalaría entre las glorietas de Bilbao y Alonso Martínez, concebida como una gran avenida rodeada por una arquitectura uniforme y con construcciones ligeras y económicas.

El proyecto, similar al de la parisina Plaza de Trocadero, ocupaba un espacio de medio kilómetro de longitud y forma rectangular, con dos semicírculos ajardinados en los extremos y un contorno para una calle con árboles. El perímetro lo formarían las actuales Santa Engracia, Luchana, Fuencarral y San Mateo, y hasta 14 calles desembocarían en ella, en cuyo centro se erigiría un monumento. De los Ríos aseguraba que el espacio apenas contaba con obstáculos inmuebles, salvo el caso del “ruinoso” Hospicio de Pedro Ribera –una joya barroca y actual Museo de Historia de Madrid–, que debería ser derribado sin muchos miramientos, dada la especial inquina del urbanista hacia cualquier construcción del siglo XVII.

La idea, propuesta al municipio en 1869, era convertir el espacio en una gran explanada centro de reuniones de la gente para solemnidades y fiestas, uniendo así Chamberí con los barrios antiguos. El proyecto fue estudiado por el arquitecto municipal y, tras los primeros trabajos de nivelación, se paralizó “por circunstancias superiores a la voluntad del Ayuntamiento”. En concreto, porque los propietarios particulares del suelo se negaron a vender.

Otra de sus propuestas en Chamberí sería la Alameda Stephenson –un homenaje al inventor de la locomotora–, que recorrería un trayecto similar al de la propia calle de Fernández de los Ríos y que por entonces estaba interrumpido a la altura de Magallanes, donde se alzaba el Cementerio de la Sacramental de San Luis y San Ginés. Pero el urbanista también tenía solución para el problema de los camposantos que taponaban el crecimiento: la creación de una Necrópolis General, una enorme ciudad mortuoria entre Somosaguas y Aravaca, que permitiría su cierre y, por ende, la prolongación de los ensanches.

Por último, De los Ríos introdujo en el urbanismo madrileño sus ideas progresistas, propugnando la construcción de casas baratas para los obreros –apostaba por la vivienda unifamiliar con jardín, en lugar de los grandes bloques de manzana como los del Barrio de Salamanca–; defendió la creación de consultorios médicos gratuitos y bibliotecas populares en todos los barrios, y fue un adelantado ecologista preocupado por la pureza del aire, que logró que se analizasen los grados de oxígeno, nitrógeno y otras sustancias en cuatro puntos de la ciudad: Bilbao, Las Salesas, Antón Martín y la Puerta del Sol.

En definitiva, un revolucionario quijote y un adelantado a su tiempo –en ocasiones, demasiado–, que atisbaba desde su utópica visión un nuevo y mejor Madrid y por cuyo segundo centenario la ciudad ha pasado casi de puntillas. 

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