Vuelta a la barra

Al fin se ha levantado para los madrileños uno de los últimos castigos que en estos dos años nos habían impuesto los protocolos pandémicos. Me refiero a la apertura de las barras de bar, vedadas y demonizadas desde el principio del caos, y para las que sólo hace unos meses se abrió una rendija: la que permitía usarlas siempre y cuando se estuviese sentado. Se conoce que el virus entraba al bar y si veía a los parroquianos encaramados en sus taburetes, se daba media vuelta.

No sé si fue en la segunda ola que alguien me preguntó qué haría si durante 24 horas te garantizaran que no te ibas a contagiar. «Plantar el codo en una barra, y el pie en su estribo», dije. La barra, ese ecosistema natural de nuestra cultura, que diría un cursi, es sin duda la mejor zona de un bar. En la barra se acoda su aristocracia –«el barman es el aristócrata de la clase obrera», dicen en Cocktail–, y desde esa atalaya se atisba el mundo como desde un globo. En las barras se ríe, se brinda y se llora –poco–; se da la paliza al camarero cuando te machaca el jefe o discutes con la pareja, y se celebran los goles y los fallos mucho mejor que en el propio estadio.

Sus detractores han colgado el latiguillo “de barra de bar” a la discusión o el comentario zafio y desinformado, al debate donde todo se arregla sin resolverse nada, porque ignoran que la barra siempre es mejor sitio para mirar y escuchar que para pontificar. La barra es el aula magna de la universidad de la vida, y Casablanca sería muy distinta sin la barra del Rick’s. Ni siquiera hace falta que detrás de ella estén las chicas del Coyote o que Tom Cruise te sirva un kamikaze para amar una barra.

Ahora que por fin podemos volver a las barras nos encontramos con que muchas ya no están, y nos queda esa tristeza de no habernos despedido debidamente, de habernos marchado un poco a la francesa. El virus ha revalorizado la terraza, pero esta es más para modernitos, para ver y ser vistos, como un paseo del Prado o unas Ventas. La barra es alegría y hogar, la auténtica zona de confort, y de ahí que en todo este tiempo pasásemos mirándola de reojo de camino al baño, como a aquella chica que nos dejó y a la que pensamos que seguimos gustando y que quizá un día. Pues ese día es ya al fin hoy.

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