Tetas

Hace unos días, en la fiesta posterior al Benidorm Fest, una presentadora se vino arriba en el escenario y, en medio del fragor musical y al grito de “por qué dan tanto miedo nuestras tetas”, se apresuró a enseñar las suyas, sin ninguna consideración hacia los potenciales aprensivos de los senos femeninos que allí hubiera presentes.

La performer –vocablo que supongo vendrá a ser una mezcla entre un transformer y la Afrodita de Mazinger Z– se llama Inés Hernand y reconozco que no tenía mucha constancia de ella hasta que un día la vi derritiéndose mientras entrevistaba a Pedro Sánchez. Desde entonces, qué cosas, la veo por todos lados. Tras su momento chín-chín, la performer, decía, denunció en sus redes sociales a toda una caterva virtual que se ensañó con ella, ya por el tamaño de los susodichos, ya por el acto en sí, ya por el patrocinio público del acto mismamente.

Hernand justificó el happening como un acto “de alegría” en un “entorno festivo”, pero desconozco si era realmente consciente de que aquello podría atemorizar a algunos. Como los petardos a los perros, vamos. Y aquí es donde quiero llegar. Porque uno siempre ha tenido una relación bastante cordial y atenta, aun diría que nutricia, con las tetas, y no acabo de ver de qué manera podrían asustarme las de Inés. “Os molestan, y os pasáis tres días llorando”, ha añadido Irene Montero, qué boda sin la tía Juana.

Lo cierto es que, desde tiempos inmemoriales, los pechos femeninos han estado siempre bien considerados por pintores, escritores y poetas. Ramón Gómez de la Serna, al que no parece que le asustasen mucho, dedicó un libro entero “al espectáculo de los numerosos senos que se ven en los huertos de la vida”, y desde las “blancas colinas” de Neruda a los “prodigios de exacta arquitectura” de Dámaso, pasando por los “dos barcos de velamen desplegado” de Octavio Paz o los lorquianos “pechos dormidos” de La casada infiel, abiertos “como ramos de jacintos”, a ningún poeta se le ocurrió que pudiera acercarse uno al torso femenino con temor, como no fuera el de la propia ingenuidad. Menos que a nadie a Alberti, que glosó en muchas ocasiones los de su enamorada, “la de subidos senos/ en punta de rubíes levantados,/ los más firmes, pulidos, deseados,/ llenos de luz y de penumbras llenos”. No sé, Inés. A mí, como les pasaba a los clásicos, me gustan hasta los tuyos. 


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