Alto, feo e inmóvil

No me gustan las sorpresas, y quizá por ello que no me entusiasman los regalos. Agradezco el gesto, sólo faltaría, pero no suelo tener suerte con ellos, y me obligan a improvisar una mueca postiza de entusiasmo que me sale fatal.

Imagínense ahora que un amigo llega a su casa con un pongo magnífico. Un reloj de cuco gigante, pongamos, para colocar en una zona bien visible de su salón. El pongo lleva la firma de un relojero prestigiosísimo, de modo que negarse a lucirlo sería poco menos que un sacrilegio. Cuenta además con un sofisticado mecanismo gracias al cual, cada señal horaria se convierte en un espectáculo de luz y sonido que es, en esencia, lo que le hace especial y único. Así que improvisas tu mueca, el amigo se va, y a los tres días el cuco ya no funciona. Cuando vas a cambiarle las pilas resulta que duran un año y cuestan 150.000 euros. Sorpresa.

Ahora piensen en el «Obelisco» de Santiago Calatrava en Plaza de Castilla, esa especie de taladro desenchufado entre los paréntesis de las Torres Kío –me niego a utilizar el ridículo énfasis de Puertas de Europa– y al que, 15 años después, casi ningún madrileño le ha visto el encanto, menos aún le ha visto moverse.

Calatrava hizo de “prestigioso relojero” y, como los regalos hay que abrirlos, el que Caja Madrid hizo a la capital por los 300 años del Monte de Piedad traía una sorpresa en forma de costes de mantenimiento, a razón de, aproximadamente, la mitad de lo que el Ayuntamiento gasta en la conservación del resto de monumentos de la capital.

Venían años de recortes y para entonces la dadivosa Caja Madrid, que era quien en principio debía pagar su conservación –sería por dinero y visas–, se había diluido en el rescate bancario y en el Consistorio había mucha tela presupuestaria que cortar. De ahí que sólo un puñado de afortunados que pasearan durante aquellos meses por Plaza de Castilla pudieran disfrutar de esa simulación de movimiento helicoidal que definía al monumento, antes de que Ana Botella cortara el grifo de su cuidado. Gallardón se hizo la foto, y Botella abrió el regalo.

El resultado, a la vista está: una carísima banderilla en todo lo alto de la capital, un mástil dorado, metáfora de una época; feo y que, encima –y no sin embargo, que diría Galileo–, no se mueve. Un regalazo, vamos.

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