Como el untar de brea y emplumar al adversario es una costumbre en desuso –máxime en estos tiempos de «emergencia climática»–, los políticos patrios le han cogido el gusto a la reprobación. El hallazgo –el “animalito”, que diría Arcadi– tiene sus ventajas. La reprobación, al fin y al cabo un señalamiento, pretende humillar al gobernante descarriado, colocarle las orejas de burro, uncirle el “cono de la vergüenza” como a un can desobediente.
En la reprobación todo son ventajas. Deja satisfechos a los reprobantes, tranquiliza a la parroquia, y los reprobados se quedan igual de pichis. En unos años el verdadero escarnio para aquel que pretenda medrar en la política será no haber sido reprobado al menos una vez.
El primer político reprobado fue la exministra y, de momento –a expensas de lo que resuelva el Supremo–, prevaricadora Magdalena Álvarez, sancionada así por el Senado debido al caos ferroviario en que sumió a Barcelona. La titular de Fomento, «antes partía que doblá», señaló que la oposición la tenía manía, y que la criticaba «hasta por haber nacido». Y siguió ministreando.
Con el ocaso del bipartidismo y de las mayorías estables, la reprobación se ha convertido en un recurso útil para los políticos. Entendiendo por “útil” el poder enredarse en estas disputas bizantinas para no tener que resolver los verdaderos problemas. Así, en 2017 se reprobó al ministro de Justicia, Rafael Catalá, al de Exteriores, Alfonso Dastis –dos veces– y hasta a Cristóbal Montoro. Claro que, viendo que ahora prorrogarán por segunda vez los Presupuestos que el exministro de Hacienda parió, podemos imaginarnos lo que le debe parece aquel borrón en su expediente.
La última legislatura municipal también fue prolija en reprobaciones, tanto en el Pleno como en algunas Juntas Municipales. Por el trance pasaron Arce, Mayer, Sánchez Mato o Montserrat Galcerán, que consideró «un honor» ser reprobada. Arce, tan belicosa, prefirió otra fórmula, dedicada a sus socios socialistas: «Vergüenza les tendría que dar».
La última de las reprobaciones ha recaído en Javier Ortega Smith, de Vox, por su diatriba contra la violencia de género. Aunque tampoco parece que el tirón de orejas haya hecho mella en el portavoz de la formación ultraderechista, que con su estomagante estilo Rhett Butler, ha espetado: «Me importa un bledo».
Pero sigamos reprobando. Que es gerundio.
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