A finales de los 80 dos atletas cruzaron sus trayectorias en lo que sería una fabulosa rivalidad, cuya apoteosis llegaría en la final de las Olimpiadas de Seúl. Allí, el canadiense Ben Johnson aplastaría a Carl Lewis, el golden boy’del atletismo estadounidense, con un récord tan inconcebible que sería anulado dos días después, cuando se confirmó que el plusmarquista se había dopado masivamente y durante años.
Por aquella misma época, media docena de chavales improvisaban partidos de baloncesto en la calle de un barrio madrileño, colgando un aro enorme a un poste de madera por medio de unas precarias alcayatas, reforzadas por pulpos bien tirantes. La performance se completaba con unas manos de titanlux para pintar las líneas del campo, y unas macetas aledañas hacían las veces de banquillo.
Aquellos partidos, eternos, se desarrollaban sin mas interrupciones que las que prestaban al civismo unos mocosos de apenas una decena de años. La principal de ellas era el paso de personas mayores cruzando el perímetro en sus paseos matinales. Aquí es donde la historia enlaza con la de nuestro infatigable “Ben”, octogenario, algo encorvado y perfectamente peinado y vestido, y “Carl”, más erguido pero igualmente elegante y octogenario, tocado con un trilby, un sombrero de ala corta. La llegada de “Johnson” o de “Lewis” desde el fondo de la calle significaba un receso del partido de unos cinco o 10 minutos, según el estado de forma o el momento de la temporada. Un tiempo que aguantábamos estoicos, pero sin descansar la imaginación y los comentarios, cronometrando los sprints y estableciendo récords, e incluso jaleando al “velocista” senior, por ver si así reanudábamos antes.
“Ben” y “Carl” jamás se hablaban entre sí y casi nunca coincidían sobre el tartán de nuestra acera madrileña. Salvo una vez, que lógicamente celebramos como un acontecimiento mucho mayor que la final olímpica. En otra ocasión la cosa se puso más tensa: en el fragor de un partido, nadie advirtió la subrepticia llegada y un mal tiro que repelió el aro hizo que el balón saliera disparado yendo a aterrizar en el trilby de “Carl”, destocándole como en una película de vaqueros tras un disparo desviado. El anciano, sin saber muy bien qué había ocurrido, se giró y con un hilo de voz nos dedicó una serie de epítetos merecidos y casi inaudibles, mientras el que había errado el tiro acudía a devolverle el sombrero con más vergüenza que miedo. Entonces “Carl”, como aquel «valentón» de Cervantes –pero sin espada–, se caló el chapeo, miró al soslayo y se fue como si tal.
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