El tapón

Tengo un amigo que está convencido de que lo de la amnistía, el CGPJ o los líos de la familia de Sánchez con la Justicia no son más que cortinas de humo para evitar hablar de lo que ahora mismo más cabrea a los españoles: los tapones encadenados a las botellas de plástico. Mi amigo es un cínico, pero intuye muy bien cuando la política –ese arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso, y aplicar remedios equivocados, que dijo el Marx bueno–, pasa de la burla al ensañamiento.

Reconozco que, debido a mi tabique desviado desde niño, no soy de los más perjudicados por el nuevo artilugio. Pero ello no quita para que toda una legión de irreductibles se haya apresurado a ufanarse de que, tapón amarrado que entra en su casa, tapón que cortan, alegando que con ese invento del demonio no hay quien beba a morro, o rellene un simple vaso sin dejarlo todo perdido.

No ha sido el demonio, sino una directiva europea la que ha obligado a los fabricantes a encadenar los tapones a sus envases, al parecer por-nuestro-bien y para que no acaben desperdigados por los océanos. Y a ver: uno carece de dotes imaginativas, pero me cuesta pensar que hasta ahora los tapones que yo tiraba, siempre bien enroscados y depositados en su correspondiente contenedor, acabaran en el estómago de un atún sin que antes mediara alguna otra mano ajena y culpable.

Claro que eso también puede deberse al recelo que mantengo respecto a las prácticas de las empresas de reciclaje desde que vi lo que ocurrió con la factoría Pequeña Lisa, y cómo el malvado Señor Burns engañó a la inocente y sabelotodo hija de Homer. Cada cual elige sus referentes.

La polémica se avivaba hace unos días después de que a Arturo Pérez Reverte le entrara sed y se acordara de “que en Bruselas hay un (sic) hijo de puta que, cada mes, cobra un sueldo y unas dietas por complicarme los tapones de las botellas de agua”. Del chorreo que le cayó después se le debió quitar hasta la deshidratación: desde el que le daba las instrucciones correctas al que le llamaba inútil, viejo y, por supuesto, fascista.

Qué tiempos aquellos cuando el agua se bebía directamente del grifo, los bricks se abrían cortando una esquina y las gaseosas presionando un alambre que hacía al tapón dar una voltereta. Hoy los malabarismos los hacen con nosotros.

Foto: Arturo Pérez Reverte.


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