Casas bajas

Cabecera Depositorio Pocas cosas nos resultan más simpáticas y enternecedoras a los madrileños de barrio que una casita baja, especie en vías de extinción para desazón y nostalgia de muchos. Una pintoresca vivienda a ras de acera, con su tejado a dos aguas y su aparejo –a tizón o a soga– en la fachada, o bien encalada o pintada de un tono pastel y en contraste con el de su puerta de chapa. Yo podría si quisiera glosar las bondades de aquella casa de mis abuelos en mis años mozos, y decir «mi infancia son recuerdos de un patio de corrala…», salvo por un hecho incontrovertible: yo viví en esa casa. Y como viví, recuerdo el fresquito agradable en verano y el frío gélido y de brasero en invierno, y las bolsas de agua caliente por la noche en la cama, y la poca luz y quizá alguna gotera, y tener que cambiar la bombona de butano para calentar el agua, o que se acabara a mitad de la ducha. Nuestra casa tenía no obstante varios pisos y algunas ventajas: por ejemplo, no había que salir al patio para ir al baño, como ocurría en otras. Son cosas que se recuerdan con añoranza pero sin ninguna gana de repetirlas, ni de deseárselas a otros que puedan evitarlo. A lo más que llego con las casas bajas es al gozo estético desde la distancia. Algo similar a lo que decía Jardiel Poncela sobre las bondades del campo: «Nunca me ha parecido el campo más deleitoso que cuando he pensado en él sentado en un sillón de la ciudad». No quiero con esto decir que deban derribarse todas las casitas de nuestros abuelos: hay ejemplos que merecerían cierta protección o cuidado, pero no concibo el desgarro de algunos siempre que desaparece cualquier casucha medio en ruinas. Me recuerdan a los que se rasgan las vestiduras cuando cierran los cines, los quioscos de prensa o las mercerías de-toda-la-vida, pero hace eones que no acuden a una sala, leen la prensa en Internet y se compran bragas y calzoncillos en cualquier franquicia italiana. Esas casitas seculares de ventanas enrejadas y corralas con patios donde apenas se oyen ya a niños jugando me parecen tan emocionantes para la memoria como insufribles para vivir. Como decía el genial “Tono”, recordando también las verdes praderas: «Hace una tarde deliciosa. Lástima que hayamos venido al campo».

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