El nombre de la cosa

Cabecera Depositorio «El que conoce los nombres conoce también las cosas», decía Crátilo en el diálogo de Platón que establecía el viejo debate lingüístico sobre la capacidad de los nombres para designar la realidad. “«El concepto es el concepto», apuntaba Manquiña-Pazos en Airbag. Pero si fuera como señalaba el filósofo griego, bastaría con cambiar los nombres, o inventárselos, para configurar esas cosas, lo que no me dirán que no es un caramelo en la época de la propaganda digital y las fake news. Bautizar o poner un #hastag siempre será más efectivo que escribir un ensayo, como bien conoce el populismo  –tan en boga a diestra y siniestra–, que ofrece soluciones sencillas a problemas complejos. Para qué discutir sobre el fondo si podemos dar con una forma que aclare y neutralice el debate. Mucho más sencillo que debatir sobre qué huella arquitectónica dejaría las 400 viviendas de una cooperativa dispuestas en altura o en chalés pareados es mucho más tedioso que bautizar como «horrotorre» un edificio de 30 plantas. Qué decir si además ilustras el sustantivo con un irreal y desproporcionado rascacielos. Quién habría de querer cerca de él una hórrida torre, que amenaza además con hurtarle el sol de por vida a todo un barrio. Fuera. Nada de torres. En el otro lado, discutir sobre el valor histórico como patrimonio de unas, por ejemplo, cocheras de Metro, resultará mucho más cargante que calificarlas como «cochambreras», juguete léxico que zanjará a priori cualquier debate. ¿Acaso no nos sobra ya cochambre en nuestras calles? Arrumbemos de una vez esos hierros oxidados. He de reconocer, no obstante, que algunos de estos bautizos resultan alardes de ingenio. Así, la política municipal de movilidad se vuelve –con los primeros embotellamientos y los inoperantes carriles-bici– «política de inmovilidad», y calles principales del distrito trocan su denominación para convertirse en la festejada «José Atascal». De todos, en cualquier caso, mi favorito es el apelativo que trae a este noble distrito los aromas pestilentes de la periferia y, fruto del desastre en la limpieza y la recogida de basuras, convierte el barrio en «Chamberingómez», filial del célebre vertedero del sureste. Son hallazgos que te ahorran una explicación, pese a que ésta siempre será mejor que enrocarse en el calificativo rotundo –y jocundo–. «Discutamos el concepto con el fin de discutirlo», que también decía Pazos.

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