Museos sin clientes

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Hay que ser descastado para no amar el aura nostálgica que desprenden los comercios de barrio, e ingrato para negarles su valor como sostén de la memoria de nuestras calles. Ocurre sin embargo que a veces los confundimos con museos, olvidando que estas ventanas de la vida pasada son sobre todo negocios, y que impera en ellas –debe hacerlo– las reglas del mercado y la necesidad de la venta. Que si existen es porque ofrecen algo por lo que una clientela está dispuesta a pagar, y que su viabilidad está condicionada por múltiples circunstancias, entre ellas el propio interés, la capacidad de adaptación o la vocación de las siguientes generaciones.

Viene esto a cuenta del cierre de unos antiguos almacenes en Bravo Murillo, cruzada ya la frontera de Tetuán. Tras 89 años y tres generaciones, se han visto “obligados” a bajar la persiana: «No podemos competir con los nuevos modelos de venta», dicen, como si de repente nuestros mayores se hubieran ido en masa a comprar batas y fajas a Amazon. Sorprendidos, resignados más bien, porque la clientela de los buenos años desapareció, y ya no se valora como antaño la calidad de sus productos. Ni esos vetustos escaparates, intactos desde hace nueve décadas, ni que aún se conserve la máquina registradora que el propietario aprovechó del negocio anterior –una taberna–, y que es de principios del siglo pasado. Un museo entrañable y sin clientes, que todo el mundo añora y en el que quizá compramos un día, hace años, pero al que siempre acudían nuestros abuelos.

El Café Comercial cerró porque, tras 128 años, dejó de ser rentable, y sólo el rescate de un grupo hostelero, que le vio posibilidades al negocio, propició su reapertura. En Fuencarral, la juguetería Matey sorteó la liquidación porque supo reformularse y se mudó a tiempo cuando terminó la renta antigua; y la cafetería Somosierra se despidió de forma elegante y sin reproches: reconociendo que sin el ojo de su convaleciente propietario les había resultado muy difícil mantener la excelencia del servicio.

Los comercios de toda la vida son bonitos y acogedores. En ellos te atienden normalmente muy bien. Pero no son museos, ni pueden vivir de éxitos pretéritos. Necesitan adaptarse y necesitan clientes. Por eso, en ocasiones, no deja de ser hipócrita echar la culpa al empedrado o lamentar a posteriori la pérdida de un retazo de nuestra memoria, al que nunca se acudió ni a comprar unas tristes bragas.

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