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Empiezan a quedar pocos pensamientos rancios y totalitarios a los que la izquierda del cambio no se una, ya sea con jolgorio o con la impostada circunspección de las cejas fruncidas. La última ha sido el nacionalismo independentista y su infamante obra magna: la quiebra de la legalidad perpetrada por la Generalitat y su voluntad de validar el fraude de un referéndum suspendido por el Tribunal Constitucional y perseguido por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Resulta chocante que concejales, diputados y senadores, todos ellos representantes del Estado, respalden a quienes –apoyados en argumentos sentimentaloides y antisolidarios– desafían a las principales instituciones de ese mismo Estado y someten a la mitad de los catalanes.

Hay incluso quienes se vienen arriba y denuncian a golpe de tweet al “Estado represor” –que, ya es mala suerte, tan generosamente los remunera a ellos– por no permitir “votar” al pueblo. ¿Qué hay de malo en votar?, dicen.

Ni se inmutan siquiera cuando un Cuerpo armado desobedece el mandato de un juez y un fiscal, de lo que se infiere que ni se inmutarían si, a partir de ahora, la Policía Municipal decidiera qué órdenes cumplir y cuáles no. O que votaran en cada caso.

Y es que, si se trata de votar, las propuestas son infinitas. A bote pronto, se me ocurre que quizá sea la voluntad de los vecinos de Galileo votar para decidir qué hacer con el tramo semipeatonalizado. Qué hay de malo. O puede que, un día, los residentes en el barrio de Almagro, apelando a sus derechos y a la balanza fiscal, opten por convocar un referéndum para ver si dejan de pagar el IBI, habida cuenta de que buena parte de éste acaba en dotaciones para Usera o Vallecas.

En esas, llega la inefable Rita Maestre y se niega a que a los escolares se les regale un ejemplar de la Constitución por no se sabe qué equidistancia de partido de fútbol. No vaya a ser que los niños la lean. Y la respeten.

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